jueves, agosto 4

La cuota por la vida


La cuota por la vida
Quizás nuestra herencia cultural azteca, que asociaba la muerte con el mundo oscuro de la guerra; o la española, que abriga con un denso y oscuro manto religioso el fin de la vida, sean los orígenes de nuestro temor a la muerte.
Los orientales han sido más sabios; encontraron la forma de asomarse a los espacios etéreos y dulces del origen, y del final de la existencia humana; y conquistan su desaparición como algo irremediable, solo que bueno bueno.
En realidad empezamos a morir, dice la biología, poco después de los veinte años, cuando nuestras células muestran signos de envejecimiento. 
Antes de los treinta ya asoman las primeras arrugas.
¿Y por qué hacemos de esto una tragedia? El culto a la juventud también data desde los griegos.
No hemos evolucionado. 
Asumir la vida como algo que debiera ser eterno en vez de un regalo que se gasta libremente, es la diferencia entre el terror a la muerte y el verla como una compañera con la cual nos reuniremos un día.
En el ambiente de la publicidad las personas mayores tienen la imagen lastimosa. 
Hay que compadecerlas y apoyarlas con cremas para estirar la piel. 
Se disimula el envejecimiento porque acerca a la muerte.
En realidad, avanzar en años significa una experiencia humana que nuestra cultura desperdicia trágicamente. 
En la vida real es una vergüenza ser vieja y estar llegando al final de la vida. 
La contradicción entre el entorno consumista y criminal que nos rodea y la realidad espiritual de las
personas que envejecen, es que el cuerpo se queja y debilita, solo que el corazón y el alma fortalecen con el tiempo. 
Es extraordinario sentirse igual que a los 25 y mirarse al espejo con el doble de esos años; porque nos hemos habituado a que nuestro mundo nos condena por el aspecto del cuerpo. 
Entre las mujeres hay una lucha patética y constante por eliminar el paso del 
tiempo. 
Las mentiras abundan en los anuncios y prometen aguas y ungüentos mágicos.
No es muy difícil mirar de otro modo las cosas y cuidar el cuerpo de acuerdo a los años que se portan; asumir su desperfecto como una cuota con la que se compró sabiduría. 
Tampoco es difícil enfocar el cuidado natural a la piel y los huesos; a la fortaleza de los músculos, al buen estado del cabello, como una muestra de respeto al regalo que se nos fue dado: Nuestro cuerpo.
Un respeto obligado porque es una máquina perfecta y tocada por la mano de Dios. 
Eso y no otra cosa es la conciencia de vivir y estar metidos en un templo maravilloso que funciona con fidelidad a la naturaleza.
Poco a poco, ese funcionamiento se entorpece. 
Sigue existiendo en nuestro interior el misterio; ése del cual surge la voluntad para enfrentar el dolor, para seguir observando a los demás y amarlos igual que siempre, sin egoísmos.
Ese don de la inteligencia, de la conciencia, no se pierde a pesar de que la muerte esté en la puerta de la habitación donde estamos por morir. 
Quienes dejan ir esa conciencia, ese amor por el regalo de la vida, son las que más sufren cuando entregan su cuerpo de regreso a la materia del Universo.
El miedo a morir es producto de nuestra cultura; combatirlo es una tarea cotidiana.
Se nutre con egoísmo, porque los que sufren después son los que se quedan, no el que se va. 
Y se quedan aterradas del momento en que el gran paso les toque a ellas. 
Sólo por eso lloran los deudos, no por la dicha del que ya cumplió y gastó mal o bien su regalo, sino por la pérdida y la ausencia que sufren.
Cuánta desdicha, cuántas lágrimas, cuántos recursos nos ahorraríamos si, así como trabajamos contra la muerte, trabajáramos por aprovechar bien cada minuto de la vida. 
Si cada día fuera una moneda que, entusiasmadas,saliéramos a la calle a gastar con alegría; si los años que se nos concedieron fueran vistos como un capital y no como un depósito insuficiente de alguien que nos "debe" mucho todavía.
Y nosotras... ¿cómo y cuánto pagaremos a ese alguien por otorgarnos la conciencia y la vida?
Andrea Guadalupe.

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