Jul. 2013. Una sonrisa irónica...
Le miré, me miró,
sonreí y sonrió.
Yo sabía que no
podía ser real, sabía que hacia un tiempo ya, había dejado esté mundo.
¿Eres un
fantasma?, No, soy un recuerdo.
Volvió a sonreír,
esta vez sin ganas, y desapareció en el olvido.
Me levanté del
suelo sacudiéndome la ropa.
Miré a mí
alrededor y vi una silueta que se acercaba con prudencia.
Le reconocí entre
las nubes de polvo que dejaba tras de sí el pick up que se alejaba, era mi
padre.
Ups, si tú habías
muerto... ¿cómo...?, Dije entre sorprendida y emocionada
Sí, hija, llevo
esperándote años...
Y nos fuimos, ahí
donde aguardaban el resto de mis ancestros, a seguir esperando...
Sujeto como puedo
un tronco a la deriva, siento que mi alma se hunde en el fondo de la vida, y
justo en ese momento en que mi aliento se apaga, un golpe de mar me eleva a la
superficie clara, y en la cresta de la ola, respiro a fondo y sonrío, y siento
mi alma viva, un segundo todavía devorando ese aire.
La mar me vuelve
a devorar, ahora floto a la deriva, subo y bajo sin destino, los pulmones que
me estallan y el corazón malherido.
Cuando creo ver
la orilla, una corriente me arrastra, devolviéndome a lo incierto de una marea
encrespada, jugando con mi indolencia, matándome a bocanadas, y solo pido a la
vida, que me deje en buena playa.
Oh, gran maestro,
tú que has vivido mil vidas y viajado por mil tierras; tú que has pisado desiertos
y valles y has vivido en la ciudad de los inmortales, respóndeme a esta
pregunta que me asfixia y me perturba hasta no dejarme dormir por las noches ni
disfrutar de los días: En el amor, ¿quién es más fuerte, el corazón o el
cerebro?
Hija mía, no he
vivido mil vidas ni he viajado por mil tierras, no he pisoteado más desiertos
que cualquier viajero, tampoco, he conocido a más inmortales que al viento y a
la montaña.
Aun así, he
vivido muchos años y he conocido a los seres humanos, y te diré que en el amor,
cuando vence el corazón, el que pierde es el cerebro, sólo que, cuando vence el
cerebro, ambos salen perdiendo.
Dicen que aquella
noche se volvieron a escuchar los lamentos de aquel viejo maestro, rasgando la
quietud de la luna en el desierto.
Satanás, te tengo
una pregunta: ¿Por qué Dios te convirtió en lo que eres?
Te contaré un
secreto: Fui yo quién convirtió a Dios en lo que es.
No todos aquellos
peces se conocían desde pequeños, algunos tan solo de vista, otros eran familia
lejana, se encontraban ahí, también, los que hacían comentarios graciosos,
mientras que otros intentaban únicamente sacar provecho del resto.
Sin duda habían caído
en una red social.
Vi cómo se
acercaba mirando para otro lado, como si no viniese hacia mí.
Noté como se
sentaba a mi lado con una sonrisa entre sarcástica y tímida.
Con todo el dolor
de mi alma, mirándole cara a cara, sólo pude decirle: Hola, aburrimiento.
Hay mañanas en
las que me despierto y no me levanto, aunque las peores son aquellas en las que
me levanto y no me despierto.
Me duele el
alma...te la vendo.
No, no compro
almas dolidas.
Alíviala
entonces...
No puedo, sería
competencia desleal.
Mugre Satanás...
Empiezo a teclear
sin saber cómo acabará esto, una idea, un pensamiento, una coma más y punto.
Mientras tanto
acudo a la ortografía para poner otro punto y aparte.
Me rebelo enojada
ante la huidiza capacidad de las ideas para esquivar mis ansias de crear, hoy
no es el día, mañana quizás, tres puntos y lo dejo en el aire...
En mi infancia,
quería crecer para entender el mundo, luego me hice adolescente y luché porque
el mundo me entendiese a mí.
Ahora, el mundo y
yo no nos hablamos.
De entre todos las
aprendices, aquella era la más inquieta y curiosa.
Una tarde
paseando junto al maestro en su habitual meditación, se detuvo pensativa,
dejando en evidencia que una idea rondaba su cabeza.
El maestro se
acercó a su altura y despojándose de su ceremonial capucha le exhortó a
contarle el motivo de su preocupación.
Ella preguntó
entonces: Maestro, ¿Qué puede hacer a una mujer más grande de lo que ya es?
El maestro no tardó
mucho en contestarle: Un gran corazón puede hacer a una mujer más grande.
Sólo que, la discípula,
era más curiosa de lo que imaginaba, y trató de llegar más lejos, preguntando: Sí,
aunque, dígame: ¿Qué puede hacerla más grande si ya tiene un gran corazón?
El maestro pensó
un instante, no demasiado, menos del tiempo que tarda en caer una hoja desde la
copa de un árbol, y contestó: Después de un gran corazón, una mujer puede
hacerse más grande con una gran inteligencia.
Y aunque, afirmó,
no estaba aún satisfecha y siguió preguntando: Y después de esas dos cosas: ¿Qué
haría que una mujer aún más grande?
El maestro
necesitó meditar unos segundos, no más de lo que tarda el trueno en manifestar
al relámpago en la montaña lejana, y al fin contestó: La tercera cosa que puede
hacer a la mujer más grande, es la sabiduría.
El maestro se
sintió satisfecho y no esperó una nueva pregunta, sólo que la alumna, aún no
veía colmada su necesidad de saber, y volvió a preguntar: Si maestro, aunque: ¿Qué
podría hacer que una mujer, aun teniendo todo lo que dices, fuese aún más
grande?
El maestro la
miró con una expresión que no había adoptado en años de pacífica meditación y armonía, por un momento el trueno en la
montaña temió por su superioridad como el sonido más fuerte del valle, sólo que
el maestro reflexionó, respiró como solo lo sabe hacer un maestro entrenado en
las más ancestrales artes y contestó con calma: Si una mujer se ha hecho grande
mediante su gran corazón, luego más grande con su inteligencia y finalmente ha
vuelto a ser más grande a través de una gran sabiduría, la única forma de ser aún
más grande es usar tacones.
Ella, nunca
olvidó aquella lección.
Desde Tijuana BC,
mi rincón existencial, donde la vida me sonreía, y yo era feliz…hasta que
descubrí que se trataba de una sonrisa irónica... Andrea Guadalupe.