lunes, julio 20

Leyendas urbanas en la frontera.

Tijuana BC /Jul 009.      Leyendas urbanas en la frontera.

Cuando aquel tosco y desagradable tipo se le quitó de encima, quedó flotando sobre la cama sintiéndose perdida, desamparada como jamás lo había estado, abandonándose en la humillación de su desnudez.

La necesidad inocente que la había arrastrado hasta ahí la ofendía y angustiaba mucho más de lo que su poca imaginación le hubiera podido advertir con anticipación.

Por un momento se quedó quieta, asustada, pensando en el regreso a su casa y el enfrentamiento con su madre.

Recordó lo que a diario escuchaba acerca de a los turistas y lo que estos buscaban por las calles y bares de la ciudad.

Recién ahora comprendía.

Miró hacia el techo con los ojos entrecerrado.

Todo era malestar y el calor maloliente del cuarto, no eliminada por el ruidoso aparato de aire acondicionado, la hacían sudar e irritaban hasta cortarle la respiración.

Sentía una intensa debilidad, un cansancio que le aflojaba las piernas y el cuerpo entero.

Así se quedó por unos minutos, dominada por su agitación y sin saber qué hacer.

Un momento después, apretando los labios, bajó la vista hacia el líquido pastoso que se le escapaba por su vagina.

Más allá de su demacrado vientre, le subía un olor irritante desde la entrepierna.

Estremeciendo el rostro y tapándose la boca se contuvo de dar un grito al ver los hilillos de sangre en la cara interna de sus muslos.

Cerró las piernas y giró el cuerpo sobre la cama, temblando, desorientada.

Buscando un refugio se encogió y se cubrió a medias con las sábanas, sin dejar de temblar, resguardando sus pequeños senos con las manos.

Más que dolor, mucho más que cualquier otra cosa, sentía vergüenza y humillación.

La angustia que la ahogaba iba más allá del miedo que había sentido desde que había llegado al hotel sin saber qué hacer, al quedar sometida a la voluntad y la mirada de los tres hombres en la oscura recepción; impotente, sabiéndose sin regreso, conteniendo todos los llantos recientes que se sumaban a los que llevaba acumulados en su vivir diario.

Lo que había padecido con aquel extraño la hería en carne y hueso, en lo más hondo, oprimiéndole el alma en intermitentes gemidos que no podían romper su desamparo y su silencio; y sintiéndose ridiculizada en su inexperiencia, no entendía el por qué para ella había sido todo tan traumático y brusco.

Sentía un sabor metálico en su boca reseca y el pensamiento hacía desgracias en su cuerpo, atropellándola.

Se reconoció herida y distinta.

Nunca había imaginado que lo soñado tan romántico entre encajes y caricias iba a terminar siendo tan desagradable y sucio.

La mayoría de sus amigas lo hacían una y otra vez, casi a diario, y haciéndolo podían comprarse ropa y zapatos en las tiendas que sólo aceptaban pagos en dólares.

Y le describían esos encuentros sin ningún tipo de pena, en plena calle, pintarrajeadas, con el mayor descaro, mostrándole cómo se movían y gemían en la cama para satisfacer a sus acompañantes.

Y lo relataban como un triunfo, como si fuesen ellas las que se aprovechaban de los tipos que se movían como lobos en cacería.

Sólo que a ella le había resultado muy difícil y doloroso; no podía parar de recordar el temor que había sentido cuando al principio, antes de desnudarla, el hombre le introdujo su miembro en la boca mientras la agarraba con fuerza por la cabeza, obligándola a tragarlo, maltratándola, produciéndole asco y náuseas.

Calladamente intentó resistirse, no pudo.

Y cuando la penetró con violencia y agresión, sintió que las piernas apenas le respondían y que el alma se le escapaba del cuerpo con cada queja reprimida, deshaciéndose bajo el peso de todos los movimientos de aquel bruto, para luego ser abandonada sobre la cama como un despojo.

Ahora lo podía escuchar tarareando bajo el de agua de la ducha, complacido, seguramente convencido de su hombría.

Y lo odió, lo maldijo desde el primer momento en que la empujó dentro del cuarto, deseoso, era un hombre feo y desagradable.

Se sentía sola, no podía más.

Se levantó y se limpió la entrepierna con las sábanas, de nuevo con asco, asqueada de sí misma. Después, se vistió con la ropa miserable que llevaba puesta cuando el hombre le tocó el hombro y se le insinuó en la plaza a donde le dijeron que fuese bien "arregladita", en la Tijuana vieja, a pocos pasos de la Catedral y de la garita de San Ysidro.

Se paró frente al espejo y se maldijo con repugnancia al verse como si fuese otra persona, delgada, ojerosa, indefensa y se sintió muy lejos de ser una mujer verdadera.

Cuando se puso los zapatos con torpeza y cerró las hebillas con sus manos temblorosas, sentada en el borde de la cama, por primera vez tuvo conciencia de que sobre la mesita de luz la radio seguía sonando con música a todo volumen.

Sonrió con tristeza y desprecio al entender aquel mundo de basura y hambre que la empujaba sin tregua hacia la nada día a día.

De la misma mesita agarró los diez dólares que el hombre le había prometido.

Los estrujó con rabia y caminó hasta la puerta queriendo desaparecer.

La abrió sin producir ruido y salió sin cerrarla.

Y se fue caminando por el oscuro pasillo, sin mirar atrás, con la cabeza baja, ladeándose casi sin caderas sobre los sucios tacones altos.

Lloraba, tenía apenas doce años.        Andrea Guadalupe.

 



                                              Andrea Guadalupe.

                Tijuana BC. México. Tierra que abraza siempre al regreso, que cobija entre latidos  
                                            sumergidos en una busqueda natural.

                   Desde mi rincón existencial, donde el  sol nace al poniente.      

 
 




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