Octubre 2013. La
muerte que comienza por las manos termina en el corazón.
Al escribir, describo un grito en el cual viajan todas mis
razones y también mi falta de ellas.
Mi narrativa, instrumento que es plegaria escrita para poder
soltarte o sujetarte con mis manos siempre torpes.
Acto realizado con miedo desbordante y nervios abrumadores,
porque aparte de besar, escribir es otra manera de hacer saber lo que siento.
Escribo porque es la manera más sensata de terminar de morir
en alguien, y yo quiero que toda esta maraña interior deje de sangrar.
Escribo para que los muertos dejen de doler para siempre,
pues todo se traduce en un juego de muerte, donde se elige cómo hacerlo, básicamente
para darle fin a una historia que, a ciencia cierta, nunca se sabe dónde
comenzó.
Hoy declaro que mi historia tiene memorias de mil colores,
tantos que escribir estas palabras me ha tomado una cantidad eterna de días que
parecen todos, infinitos, pesados, sin embargo, una ventaja he tenido: Te he
expulsado por hoy y para siempre de mí, de mi piel, de mis manos, de mis ojos, de
mis huesos, cual clérigo al demonio,
Mí ya gastado amor: deshacernos de nosotras mismas nunca fue
tan fácil.
Míranos siempre ausentes, tanto que ni siquiera el sabor a
cama bastaba para una reconciliación.
De todas las veces que estuviste presente, me da miedo
pensar que imaginé la mitad; me da miedo haber supuesto que las veces que nunca
te fuiste apenas amanecía, realmente me dejabas sola y desnuda en la cama.
Yo, enferma de cinismo, te presumía esos afanes míos con un
cuerpo ajeno al tuyo provocando un hastío propio tan grande como el dolor.
Y a pesar de todo, en otro cuerpo aún te buscaba, porque
siempre nos faltamos.
Los demonios nos huían, sólo que nunca nos abandonó la magia
del gastado aburrimiento; entonces confieso en letras que, la muerte que
comienza por las manos termina en el corazón.
Después de tanto llanto y tantas vísceras al descubierto,
decidí alejarte.
La última vez que te vi, nos desconocimos.
Ya éramos intrusas en nuestras propias vidas por habernos
ignorado tanto; no había calma y sobraba indiferencia.
Ya éramos dos intrusas a pesar de poner a prueba una amistad
que no sé dónde está.
Siempre quise escribirte a ti con la pureza que da la tinta
cuando se abre paso en una hoja blanca, aunque nunca supe cómo.
Mi lujuria me llevaba a hacer relatos sobre tus piernas y
sobre tu espalda, aunque nunca a tu interior.
Mi insolencia me obligaba a justificar mis actos y a
cerciorarme que los humanos somos bestias también; actuaba sin darme cuenta que
quemaba todo aquello que mis manos tocaban para así, salvarme del caos que yo
misma había creado.
Me protegía cerrando fuerte los ojos y suplicando que te
apartaras de mí, así fui borrándote de a poco y a cambio obtuve textos, todos
tuyos, cada uno hecho para ti.
Fue así como me convertí en una productora barata de
textos_homenaje a nuestra muerte que se alargaba de a poco.
Hoy te escribo para que quemes lo que leas, para que me
quemes, para que nos quemes.
No sé si entregarte esta carta o quemarla después de
escribirla toda.
Hoy la desnudez de mis palabras viaja en otra dirección, en
un rumbo que exige el perdón que nunca te pedí para intentar volar tan alto
como dos alas rotas puedan, para que mis pecados puedan dejar de hospedar mi
nombre, porque el perdón exige lugares más grandes que el corazón, por eso
tenemos alma.
Y después de forrar mis cicatrices, de cubrirlas con cientos
de besos de otras bocas, de siluetas que yo juraba tuyas; después de fingir
amnesia y de reventarme la carne en muchos, muchos cuerpos, sucedió que de a
poco, te fui borrando, porque nunca nos fuimos suficientes.
Desde Tijuana BC, mi rincón existencial, lugar donde descubro
que la soledad, es una fuerte consecuencia cuando se abusa del deseo.
Andrea Guadalupe.
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