Oct. 2013. fulgores nocturnos
brotaban de mi cabeza.
¡Oh, por favor, sin burlas o falsas poses, escuchen mi desgracia!
No sólo soy fea, también soy tonta, y mi pelo es una
vergüenza pública.
Llevo sobre mis raíces la marca de la letra gris opaca, que
ojalá fuera escarlata.
Tomé la fatídica decisión de comenzar a pintarme el pelo.
Si alguien puede aprender de mi experiencia: no lo hagan, en
mi defensa podré alegar que lo hice bajo el influjo de una de esas estúpidas
revistas de moda que, apenas abrirlas, te hacen entrar en trance e imaginar,
por un momento, que eres hermosa.
Como si una fisura en el orden del cosmos hiciera posible
que se pudiera pasar de fea y normal a guapa y extraordinaria.
El paraíso de negro azabache de la modelo en la portada me
impresionó tanto que, absolutamente poseída, corrí a buscar un tinte que se
acercara lo más posible al color que había visto en la revista, lo conseguí.
Todavía en trance llegué al salón de belleza e imploré que
me lo aplicaran.
Aún recuerdo con humillación cómo le mostré la imagen a la
señorita que haría el trabajo en mi pelo, en su mirada había compasión, aunque
no era compasión pura, también relucía en sus ojos un toque de cruel burla.
Fue por eso que no me advirtió: la maldigo para siempre, a
ella y a todas las de su sangre.
Sucedió entonces, salí con el cabello color ala
de cuervo, brillante, fulgores nocturnos brotaban de mi cabeza.
Y me sentía realmente hermosa, plena, en una comunión mística
con Dios, lo juro.
Y luego nada: no cambió nada, mi vida siguió siendo
exactamente la misma: trabajar todos los días en la empresa donde se me va la
vida.
Llegar a casa, extrañar a quien fuera mi pareja, que se
largó con una de la mitad de mi edad y la mitad de mi peso.
Y sentirme sola, irremediablemente sola, así mis días, aunque
con mi cabello radiante, que daba algo de luminosidad a mi rostro acartonado.
Me explicaron que tenía que hacer el retoque, que consiste
en volver a teñir las raíces cada tres semanas antes de que cante el gallo y
aparezca el horrible apagado gris opaco, y siento pánico.
Cumplí el retoque con
devoción, puntualmente.
Pronto aprendí a hacerlo yo sola y decidí teñirlo por
completo cada ocho días, aunque el efecto sedoso y brillante de la primera vez
duraba cada vez menos.
Era mi momento, mi festividad, mi viaje personal.
Adoraba el olor de mi pelo recién pintado, un olor como si
yo fuera otra.
Hasta que empecé a tener unas migrañas infames, mortales.
Dolores de cabeza que me dejaban absolutamente fuera de circulación:
a veces, recién me había aplicado el tinte, perdía la precisión de la vista por
minutos, como si una membrana finísima empañara mis ojos.
Fui al médico, sola, escuché sola la sentencia y sentí
resquebrajarse mi corazón, también sola. El neurólogo notó que mi cuero
cabelludo estaba particularmente irritado y comenzó el interrogatorio.
Lo aborrecí con toda mi alma, hubiera preferido no ir nunca.
Me acorraló hasta que le dije la verdad: Se quedó callado,
me miró con la boca abierta como idiota y repitió: obscurece su cabello cada
semana, luego, vino todo un discurso de principios de toxicología y los efectos
del peróxido de carbono.
Dijo cosas como ceguera cortical, afasia de no sé qué y
psicosis maníaco-depresiva si se tiene predisposición.
Me fui, lloré toda la tarde, toda la noche, miré la caja del
tinte, sabía que tenía que dejar de hacerlo, que perdería ese olor, esa luz.
Hasta que me quedé dormida y a la mañana siguiente decidí
entrar en rehabilitación.
Hoy, mi cabello es
una deshonra, mi estado de ánimo es lapidario: volví a ser la fea, ordinaria y
opaca de antes.
Si hay algo de compasión en sus corazones, apelo a ella, por
favor no se fijen en la apariencia de mi
cabello, aparento una tundra, un desierto, acaso revelo toda la sequía y
pérdida de color que hay en mi alma.
Desde Tijuana BC, mi rincón existencial, lugar donde les
advierto a ustedes de no hacerlo, aunque yo prefiero unos días de luz, que esta
porquería de grisura en la que poco a poco me convierto, pues tal vez todo sea
mejor si no veo.
Andrea Guadalupe.
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