domingo, agosto 30

Estoy loca, tal vez.

Tijuana BC Agosto/009.     Estoy loca, tal vez.

 

 

 

 

 

A cada paso que doy, voy rompiendo el tiempo, igual que la proa de un barco rasga el mar.

Atrás voy dejando las sombras de minuteros muertos que fueron presente y ahora son pasado, que fueron océanos de posibilidades y ahora son rastros de hechos consumados.

Porque al dar vuelta en aquella esquina, desprecié las otras, porque al abrir aquella puerta perdí de vista las demás.

Y así, como si de un poema de Machado se tratara, voy haciendo camino al andar.

Camino con niebla, camino con sombras, camino que mata a quién no quiere caminar.

 

Mi corazón está lleno de aire, confusiones, olas suicidas, risas de un ayer, cañaverales, naranjales y cafetales, relojes de sol y de luna, agendas vacías, teléfonos mudos, fotografías, palabras ciegas, estrellas, nubes blancas y de tormenta, puertas de madera, tierra negra y húmeda, ataúdes, faros, barcos sin vela, esperanzas, ilusiones, utopías, sueños, papel y lápiz,  y alguna cosa más.

Sangre creo que no.

 

Trato de recordar aquellas tardes cuando el universo era una mesa y una conversación.

¿Recuerdan cuando nos mirábamos como si el destino de pronto existiera?

Fue mágica la manera que teníamos de anticipar las frases, como una sola imaginación.

Y ¿se acuerdan de cómo reíamos?

 En cualquier momento y contexto, la sonrisa por excelencia.

Son esas las historias que alegran los recuerdos, aunque sólo sea un momento.

Y si no me creen, mírenme la sonrisa en los labios mientras repaso por oficio y no por aburrimiento, ni nostalgia.

Quizás por melancolía sí.

Sólo que no me acusen, porque descubro que a ustedes también les ocurre.

Aunque recuerden otras tardes, otras mesas y otras conversaciones y no lo hagan por oficio, sino por accidente.

En fin. ¿Cuántos días me quedarán antes de hundirme en el pozo de sus memorias?

No, no me llamen fatalista, saben que pasará, mi nombre se desvanecerá de alguna manera y, con suerte, mi imagen se convertirá en un deja vú abrazada a la espalda de alguna palabra.

Y si no tengo suerte, la máquina del rencor y la vida pasarán por encima de mi presencia, y me convertirán en lo que nunca fui, y eso lo entiendo.

A veces entiendo algunas cosas.

¿Entienden ustedes lo que nos pasa ahora?

 

Miro a mi contorno y veo gente que viene y va con sus vidas a cuestas, que han dejado debajo de la almohada su cara de enfado y se han puesto la de persona feliz, con metas en la vida y con futuro radiante.

Algunos caminan con mirada altiva, orgullosos de pensar que los envidian.

Otros viendo sólo que sin mirar, sin bajar la cabeza por si acaso se cruzan con Dios y no lo ven y luego no pueden contárselo a sus amigos.

Van concentrados en pensamientos que insultan al significado de pensar, ajustados en analizar ideas que se perderán al tomar la siguiente esquina.

Y otros que se mueven con la mirada en sus pasos; porque no quieren encontrarse con una situación en la que tengan que improvisar, y de esa manera plasmar el desprecio que reflejan sus espejos del cuarto de baño.

Unas pocas, entre ellas yo, también miramos al suelo porque al hacerlo de frente, no vemos más que cuchilladas.

Golpes a la ilusión, heridas a las ganas de olvidar y volver a intentarlo, machetazos a la esperanza de no ser la única que no tiene ganas de mirar dentro de nadie, puñaladas al intento de pensar como los otros que la vida es sencilla y no que esas cosas sencillas son también las más aburridas.

Son cuchilladas que ríen, hablan, lloran y que me las encuentro nada más salir de mi burbuja, en el trasporte publico, detrás de un mostrador, caminando en las banquetas, en medio de un supermercado y en el trabajo, en cualquier parte.

 

Y qué puedo hacer.

Sólo me queda derrotarme o volverme loca.

Rendirme lo elimino porque seguramente no tendría ánimo para disimular y no podría fingir la sonrisa de buenos días, ni probablemente recordar frases hechas para dar a entender que escucho lo que me dicen.

Y eso sobrellevaría, en el mejor de los casos, el desprecio de quienes no soportan que sus vidas no nos parezcan apasionantes.

En el peor de los supuestos, el que queden huellas que me he rendido a la ilógica del mundo, implica lo que yo considero el peor de los sentimientos que me pueden ofrecer: la pena.

Y no es que no la soporte porque quede de manifiesto que soy débil y que no soy apta para la sociedad, como acostumbra pensar la mayoría en cuanto ven a alguien que consideran inferior tan solo porque creen que ese alguien no tiene las habilidades sociales de las que ellos piensan que son unos expertos.

No soporto dar pena porque transforma mi desilusión, natural creo ya estas alturas, en agresividad hacia las personas que se atreven a regalarme su compasión.

En esos momentos siento un profundo desprecio hacia esa gente que brinda compasión y brazos por el hombro, en vez de guardárselos para si mismos.

Les harán falta cuando se paren a pensar que no son más que náufragos ilusos que piensan que bebiéndose el mar no se ahogarán, que no son más que olas ciegas convencidas de que llegando a la orilla habrá gente que les aplaudirá su trabajo y que descansarán, en vez de morir como mueren, que no son más que gaviotas cobardes que se conforman con vivir siempre sobre el mismo trozo de mar creyendo que eso es el universo.

 

La única solución que me queda llegado este punto es perder la cabeza.

Para esto tendré que aprender a reírme por dentro, imaginándome una sonrisa de superioridad en mi cara cuando los mensajes, que me lleguen escondidos en las conversaciones de los demás, me transmitan la ignorancia del que habla sobre el complejo final de las cosas, me murmuren comentarios sarcásticos sobre la seguridad con la que me dicen las palabras.

Y entonces me engañaré pensando que soy dueña de los segundos que pasan, que soy la única que ve a las personas atrapadas dentro de otras personas, que los errores no se pagan, que las risas sinceras valen más que la sinceridad misma, que las lágrimas no ahogan palabras, que decir te quiero porque sí no es de románticas, que creerse única es necesario, que las sombras sirven para apreciar más a la luz, que la felicidad se muestra siempre con otros nombres para que no se le  reconozca y en definitiva, me engañaré con todos esos pensamientos que la razón ata y entierra.

Estoy loca, tal vez.

 

 

Sabes padre…

Todos los días me atacan unos segundos en los que tu cara se interpone en todo aquello a lo que miro.

Y no me importa que te quedes mirándome sin decirme nada.

Sé que si pudieras hablar no sabrías cómo empezar.

Y si yo te pudiera responder te diría que ahora estoy bien, que soy capaz de recordarte y sonreír.

La mayoría de las veces.
Ya han pasado años desde que te marchaste.

Ahora ya ves, si pudiera, escribiéndote una postal que no sé muy bien a donde enviar para decirte no sé tampoco muy bien el qué.

Quizá escribirte que desde que te fuiste me parecen importantes muchas menos cosas.

Quizá escribirte que me di cuenta que no sólo te quiero, sino que te admiro por todo lo que viviste e hiciste, a veces sin darte cuenta.
Quizás escribirte simplemente que te marchaste demasiado pronto.

 

Andrea Guadalupe.

 

 

 



 

                                              Andrea Guadalupe.

                Tijuana BC. México. Tierra que abraza siempre al regreso, que cobija entre latidos  
                                            sumergidos en una busqueda natural.

                   Desde mi rincón existencial, donde el  sol nace al poniente.      

 
 




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