sábado, octubre 10

Narraciones que nunca finalizaré:


 

 

 

Tijuana BC Octubre/009.      Narraciones que nunca finalizaré:

 

En el convento complacían a la anciana monja como a una santa, adulación que ofendía su modestia.

¡Ustedes van acabar por convertirme en una leyenda! rezongaba.

Inútil. Sus compañeras escuchando esas ejemplares protestas, la admiraban aún más; y unas novicias se dispusieron a festejarle los cien años, convencidas de que su salud era otra prueba de que Dios la estaba favoreciendo.

Llegó el día del cumpleaños.

En ese amanecer la anciana hermana se despertó con una extraña sensación: dientes nuevos crecían en las encías desiertas; de la cofia se derramaba una negra cabellera; los ojos volvían a ver un mundo diáfano; la piel se estiró, fresca, suave; el cuerpo recobró las curvas de sus diecisiete años…

Temerosa que este rejuvenecimiento fuera interpretado como un milagro de santos, la monja se escapó del convento y con sagrados contoneos se marchó ha recorrer el mundo.

 

 

Andrea Guadalupe caminaba como cada día hacia el trabajo.

Las miradas de aquellas personas le atravesaban indiferentes y soberbias.

Sólo que a ella no le importaban, guardaba un secreto que ni sus más cercanos conocían.

Llovía... Tras su defensa de alambres y tela podía observar unas luces alternos al fondo de la calle, se reflejaban en los edificios y producían sombras rectas y móviles.

Tontos, volvió a pensar.

No entendía aquellas miradas, no llegaba a decidir si eran fruto de su imaginación o si realmente el odio anidaba en ellas.

Algunas veces se le había cruzado por la mente un incómodo pensamiento: "Quizás sean cosas mías, tal vez sólo están enfadados, han dormido mal, sus mujeres les engañan, no son felices o sus trabajos son una basura", y estas ideas desaparecían tan rápido como el agua sucia que se escapa por las cloacas.

 

Llovía y las sombras intermitentes de azul y rojo se hacían cada vez más cercanas.

Pensó en correr, lo pensó de veras.

Comenzó a sentir un sudor frío bajándole por la espalda y el filo del presentimiento ya cortaba hondo en sus ojos cafés.

Andrea Guadalupe comprendió demasiado tarde que iban a por ella, " Cubriéndose con su sombrilla destartalado intentó cambiar de acera para caminar por la siguiente calle en otra dirección, sólo que ya era demasiado tarde.

Dos manos como tenazas le aferraban por detrás y, sin saber cómo, se encontró esposada y en el suelo.

A duras penas, temblando de horror, pudo observar la expresión de odio homo fóbico que asomaba como un insulto furioso por la abertura del pasamontañas de los agentes policíacos que la detuvieron.  

Esta vez sí era odio, sin duda era odio...

 

Andrea Guadalupe fue detenida el lunes por la noche a escasos metros de mi casa acusada de transgredir el bando policiaco del buen ciudadano, la moral y las buenas costumbres.   

Quizá una de esas miradas anónimas que contemplaba todos los días era la mía.

 

Ninguno de los planes con que aquel ingrato hijo intentó asesinar a su madre había dado resultado.

Otros planes más arriesgados tenían el problema de que ocasionalmente la policía podría descubrir al culpable.

Una mañana de invierno, terminó de imaginar el plan definitivo.

Fue al puente y se lanzó.

Su cadáver fue recuperado en la ribera, cien metros hacia abajo, a los dos días.

El plan era perfecto.

Una semana más tarde su madre moría de tristeza.

 

Se oyó un trueno atronador y la anciana, sentada en la mecedora de mimbre con la cabeza echada hacia atrás, salió de su somnolencia con el rostro desquiciado. Conocía muy bien aquel sonido y la potente luz que lo antecedía.

El mismo que cincuenta años antes se había encargado de arrancarle de los brazos a su pequeño hijo haciéndolo volar por los aires como una paloma púrpura, el mismo que la había dejado casi sin familia, sin hogar y sin sueños.

El mismo.

Hay cosas que no se olvidan, aunque el mundo gire y en cada vuelta trate de borrar sus errores.

Hay recuerdos que se instalan en la mente como parásitos que van sorbiendo la razón hasta acabar con ella.

Intentó levantarse, sólo que ya no era aquella mujer joven de hace años.

Ni siquiera la madre coraje que sacó adelante a la única hija que le quedó viva, que trabajó en el campo, en la fábrica.

Ahora era un conjunto de huesos rígidos cubiertos por una piel antigua y castigada, unos ojos opacos y una mente con demencia senil.

Ésa era ahora.

Una vieja triste a la que trasladaban cada mañana desde la cama a la mecedora y cada tarde desde la mecedora a la cama.

Se oyó un nuevo trueno, una nueva detonación, y la mujer, inmóvil desde hacía tres años, se agarró a los brazos de la mecedora y se puso en pie.

El miedo es valiente, avanzó unos pasos y tomándose de los muebles logró salir de la habitación.

Grotesca e insegura como un payaso ebrio.

Tenía que proteger a su nieta: "¡Todos al suelo! ¡Las manos sobre la cabeza!", la mente se le llenó de gritos, de frases emitidas por voces desconocidas.

Consiguió alcanzar el dormitorio de Paula, no estaba.

Quizás ella ya se hubiera escondido.

Sí, seguro que se habría escondido, ella era una muchacha lista.

Otro trueno terrible la obligó a doblar las rodillas, fosilizadas a golpe de años y sufrimiento.

Arrastrándose como soldado en el campo de batalla consiguió esconderse debajo de la cama.

Ahí, a oscuras, con las manos sobre la nuca y el corazón rebotando contra el suelo, notó que le faltaba el aire.

Ahí, entre cuatro patas de madera se le acabó el oxígeno que almacenaba en los pulmones y su cuerpo volvió a agarrotarse.

Esta vez para siempre.

Cinco minutos más tarde se abría la puerta de la casa y una voz excitada comenzaba a flotar en el ambiente.

¡Abuela, vengo hecha una sopa!

No te puedes imaginar la tormenta que se ha soltado, me ha tomado sin paraguas en la calle... ¡Abuela, abuela!… ¿Abuela?

 

Y se vistieron para la misa de doce.

Provocativas, sensuales, con buen gusto.

Como si no supieran que para incitar a los vecinos no necesitaban ropa llamativa.  

Al caminar por la plaza tomadas de la mano, algunas personas tiraban habladas.

Ellas cruzaron serenas, sin hacer gestos, como si atravesaran, sin saberlo, un criadero de víboras.

Los eternos clientes del café, murmuraban a sus espaldas, las mujeres comentaban su maquillaje y su desfachatez

Llegaron hasta la puerta de la iglesia que tenían prohibido pisar y ante la multitud de fieles se besaron, como cada domingo.

Después volvieron satisfechas a su hogar.

 

Tú no te das cuenta, sólo que te pasas las noches mordiendo la sábana, como si al masticarla desgarraras el sueño que quieres.

Anhelas, sudas, tragas saliva como si ésta fuera un jarabe dulzón que te diera voz; quisieras contar lo que sientes, lo que oyes, por eso muerdes la sábana.

Sin voz, sin oídos, testigo siempre mudo.

Viviendo indiferente la vida de los otros.

¿Qué vas contar? si no te enteras de nada.

Sólo retazos, retazos; retazos que en la noche, cuando la casa calla, reconstruyes en tu sueño y muerdes, masticas la sábana.

Sin embargo, tampoco el sueño es tuyo, es de ellos.

Tú querías venir a la ciudad, progresar, soñabas, hoy no sabes para qué.

Tú cumples con tu trabajo, no tienes amigas porque sabes que son como tú, con vida prestada para los domingos o el día de descanso en que los otros quieren que vivas tu propia vida.

Por eso, aunque no te das cuenta, masticas la sábana por las noches.

Aquí las paredes tienen oídos.

Escuchas todas las noches un zumbido tenaz, sordo.

Tu cuarto no es grande, por eso los sonidos se quedan pegados a las paredes.

Al principio pensaste que el zumbido pertenecía al viento que se colaba por las rendijas de la puerta, sólo que al despertar tenías los oídos inflamados.

Recuerdas el remedio de tu madre y cortas unas ramitas de ruda, las hueles.

Te sientes aliviada, el picante olor de la ruda te penetra, te sumerges en otro sueño, el tuyo, el que has olvidado, y el zumbido permanece, retumba dentro de ti.

Te asustas, piensas que estas loca, y de repente el sonido disminuye, se apaga, se pierde entre los rumores de la calle que también se despierta al sol.

Entonces peinas tus cabellos, te sientas en la cama y por un instante te sabes bella.

Renace la sonrisa en tu rostro y quieres gritar lo que sabes, tienes miedo.

Te zumban de nuevo los oídos.

Quisieras huir, no pensar, quedarte quieta mirando cómo la marea se mece al ritmo de tu respiración.

Sola en tu costa, en tu arena.

Comparando tu piel al sol; a ese sol que te labra.

No hay zumbidos, sólo el murmullo caliente de la playa… Quisieras refrescarte la garganta y dormir… Dormir sin soñar.

Así como el peñasco: quieto, solo; que no se molesta cuando la furia de las olas chocan; ni cuando la espuma le rodea y acaricia.

Qué lejos… que lejos te sientes y que sola.

Por eso muerdes la sábana en las noches.

Te dejaste envolver y ahora tienes miedo, tiemblas, te hierve la sangre…los muslos.

Te dijo palabras extrañas, te adormecías, te dejaste llevar por el sonido de su voz, por sus manos…Te dijo que eras bella.

Recoges tus cosas, te marchas sin decir nada.

No quieres explicar… pedir…. Quieres llevarte sus manos en tu piel; su voz entre tus cabellos.

Ya no morderás la sábana por las noches, morderás al mar

Dirás que fuiste amada y que a tu amante se lo tragó el mar cuando nadaba… nadaba.

Te abandonarás en la brisa, te perderás bajo el sol cuando nadie te vea.

Y tal vez volverás a soñar con la roca… Y la arena… Y la semejanza… Remontas la noche… tus recuerdos… Callas…Te duermes…

Andrea Guadalupe.


                                              Andrea Guadalupe.

                Tijuana BC. México. Tierra que abraza siempre al regreso, que cobija entre latidos  
                                            sumergidos en una busqueda natural.

                   Desde mi rincón existencial, donde el  sol nace al poniente.      

 
 




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