Junio 2012. Escribir nunca me dará de comer, y sin embargo, ni dejaré de comer, ni renunciaré a escribir.
No he vuelto, porque nunca me marche, estaba fuera de todo, básicamente del mundo, principalmente del mío.
Ahora estoy frente a una hoja en blanco, en mi mesa de trabajo, acaricio con las manos una taza de humeante café, y me espera inquieto mi porta minas.
Un café, parte central de mi vida, compañero en las buenas y las malas, siempre presente en los momentos de reflexión.
¿Qué puede haber más satisfactorio que dejar naufragar los pensamientos con una deliciosa y aromática taza de café?
La estufa está apagada, la tarde se resiste a irse, el clima es agradable, ya no me congelo del todo.
En su lugar los libros me observan, o quizá no lo hagan y simplemente lo imagino, en todo caso, ahí están, donde siempre y en el orden de siempre, monótonos.
Por eso me miran.
Recuerdo que, en mi infancia pasada, ups, hace cerca de cien años, quería ser mayor, y ahora que no soy nadie, quisiera no haberlo deseado.
Escribo esto porque suena a melodía vieja, y porque las viejas melodías me trasladan a momentos nostálgicos últimamente.
No escribo otras cosas porque me repito si lo hago, y sinceramente, no se me antoja, y no quiero que suceda.
Y continúo frente a una hoja en blanco, juraría que se sonríe, aunque como no tengo por costumbre tutear a una hoja en blanco, me callo y no pregunto.
Una nunca sabe que esconde esa hoja, quizá sea bueno, y no es conveniente intimidar antes de tiempo.
Así que la miro y dejo que ella me observe, mientras, me pregunto si querrá prestarme sus letras.
Y dice algo y yo escribo, y después guardo el documento a la espera de otra hoja en blanco más compasiva que esa que fue incapaz de hacerme una señal y darme una sola frase digna de ser escrita, leída, y recordada.
Tengo unos cuantos dedos y unos cuantos años, más años que dedos.
Tengo días en los que puedo comer para satisfacer el hambre, y otros que soy yo quien es comida por el hambre.
Tengo memoria y es menos selectiva de lo que a veces desearía.
Tengo dedos.
Mis dedos siempre suelen ser los mismos, la gente, no.
Hoy podría utilizar mis dedos para contar gente, sin embargo la palabra gente abarca demasiado espacio y ni con mis dedos ni con dedos ajenos, podría contar toda la gente que conozco, aún si quisiera clasificarla en grupos: familia, amigos y enemigos, mis dedos y los añadidos, no serían suficientes.
No voy a contar cuantos somos en mi familia, somos muchos, a veces demasiados, a veces faltamos la mitad, somos una familia dispersa.
No voy a contar amigos, prefiero que ellos me cuenten cosas, que me abracen y uno a uno, sumados, me recuerden que me faltan dedos.
No voy a contar enemigos, entre otras cosas porque ya perdí la cuenta y, porque aún no he encontrado ninguno que se merezca el honor de ser etiquetado junto a mi nombre.
Y, evidentemente, no voy a contar conocidos porque no acabaríamos nunca.
Sin embargo me miro los dedos y siento una necesidad exigente de hacer algo con ellos, y no precisamente tejer.
Hoy voy a utilizar mis dedos, uno concretamente, para señalar.
No para acusar.
No para herir.
No para ofender.
Sino para despedir.
Mi dedo índice se dirige hacia alguien y señala.
Mi voz se levanta firme y clama: Tú no, tú no, tú no...
Y entonces deja de ser necesario contar nada, ni si quiera la historia que me hizo despertar contando cosas.
Durante la tarde, el viento ha silbado sin cesar entre las peñas y es ahora un aire transformado en vendaval.
La corriente provoca repentinas turbulencias que reúnen en un mismo remolino arena y algunas ramas secas en una nube de polvo.
Desde algún lugar de BC, mi rincón existencial. Andrea Guadalupe.
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