viernes, junio 8

Escribir nunca me dará de comer, y sin embargo, ni dejaré de comer, ni renunciaré a escribir.

Junio 2012.   Escribir nunca me dará de comer, y sin embargo, ni dejaré de comer, ni renunciaré a escribir.

No he vuelto, porque nunca me marche, estaba fuera de todo, básicamente del mundo, principalmente del mío.

Ahora estoy frente a una hoja en blanco, en mi mesa de trabajo, acaricio con las manos una taza de humeante café, y me espera inquieto mi porta minas.

Un café, parte central de mi vida, compañero en las buenas y las malas, siempre presente en los momentos de reflexión.

¿Qué puede haber más satisfactorio que dejar naufragar los pensamientos con  una deliciosa y aromática taza de café?

La estufa está apagada, la tarde se resiste a irse, el clima es agradable, ya no me congelo del todo.

En su lugar los libros me observan, o quizá no lo hagan y simplemente lo imagino, en todo caso, ahí están, donde siempre y en el orden de siempre, monótonos.

Por eso me miran.

Recuerdo que, en mi infancia pasada, ups, hace cerca de cien años, quería ser mayor, y ahora que no soy nadie, quisiera no haberlo deseado.

Escribo esto porque suena a melodía vieja, y porque las viejas melodías me trasladan a momentos nostálgicos  últimamente.

No escribo otras cosas porque me repito si lo hago, y sinceramente, no se me antoja, y no quiero que suceda.

Y continúo frente a una hoja en blanco,  juraría que se sonríe, aunque como no tengo por costumbre tutear a una hoja en blanco, me callo y no pregunto.

Una nunca sabe que esconde esa hoja, quizá sea bueno, y no es conveniente intimidar antes de tiempo.

Así que la miro y dejo que ella me observe, mientras, me pregunto si querrá prestarme sus letras.

Y dice algo y yo escribo, y después guardo el documento a la espera de otra hoja en blanco más compasiva que esa que fue incapaz de hacerme una señal y darme una sola frase digna de ser escrita, leída, y recordada.

 

Tengo unos cuantos dedos y unos cuantos años, más años que dedos.

Tengo días en los que puedo comer para satisfacer el hambre, y otros que soy yo quien es comida por el hambre.

Tengo memoria y es menos selectiva de lo que a veces desearía.

Tengo dedos.

Mis dedos siempre suelen ser los mismos, la gente, no.

Hoy podría utilizar mis dedos para contar gente, sin embargo la palabra gente abarca demasiado espacio y ni con mis dedos ni con dedos ajenos, podría contar toda la gente que conozco, aún si quisiera clasificarla en grupos: familia, amigos y  enemigos, mis dedos y los añadidos, no serían suficientes.

No voy a contar cuantos somos en mi familia, somos muchos, a veces demasiados, a veces faltamos la mitad, somos una familia dispersa.

No voy a contar amigos, prefiero que ellos me cuenten cosas, que me abracen y uno a uno, sumados, me recuerden que me faltan dedos.

No voy a contar enemigos, entre otras cosas porque ya perdí la cuenta y, porque aún no he encontrado ninguno que se merezca el honor de ser etiquetado junto a mi nombre.

Y, evidentemente, no voy a contar conocidos porque no acabaríamos nunca.

Sin embargo me miro los dedos y siento una necesidad exigente de hacer algo con ellos, y no precisamente tejer.

Hoy voy a utilizar mis dedos, uno concretamente, para señalar.

No para acusar.

No para herir.

No para ofender.

Sino para despedir.

Mi dedo índice se dirige hacia alguien y señala.

Mi voz se levanta firme y clama: Tú no, tú no, tú no...

Y entonces deja de ser necesario contar nada, ni si quiera la historia que me hizo despertar contando cosas.

Durante la tarde, el viento ha silbado sin cesar entre las peñas y  es ahora un aire transformado en vendaval.

La corriente provoca repentinas turbulencias que reúnen en un mismo remolino arena y algunas ramas secas en una nube de polvo.

Desde algún lugar de BC, mi rincón existencial. Andrea Guadalupe. 

                                              

 

No hay comentarios.: